martes, 10 de julio de 2012


Colaborador: Marcos Llemes "El pecado de Abigaíl"


Capítulo 4: Escuchando lo indebido…

En pocos días, el tranquilísimo pueblo Las Nunas se convirtió en una pista automovilística de coches de policía, que patrullaban el lugar de extremo a extremo y se la pasaban interrogando a todo aquél que vieran a su paso, pero nadie sabía nada. Nadie nunca sabía nada en Las Nunas.
Por la calle donde vivía Abigaíl, pasaban seis o siete veces al día a velocidad caracol, inclusive un par de éstas, se detuvieron en su porche para indagarla.
— A juzgar por la poca información que pudimos recopilar, sabemos que usted… –el oficial miró un cuaderno repleto de notas escritas con letras deformadas y buscó con el dedo el nombre de la mujer-, ¿Abigaíl Sierra? Es, bueno…
— Trabajadora sexual ¿eso es lo quiere decir?
El hombre, uniformado de azul asintió y en su rostro apareció una vergüenza que intentó ocultar colocándose grandes gafas de sol oscuras. Abigaíl intuyó en su interior que se trataba de un principiante que intentaba hacer bien sus primeras semanas de trabajo y que todavía no se acostumbraba a tratar abiertamente con la gente.
— No lo entiendo –dijo ella de inmediato-, ¿Qué tiene que ver mi trabajo con todo esto?
— Bueno… Sabemos que Las Nunas tiene una única calle para su tipo de labor.
— La calle Alpes –agregó-.
— Exacto, y a lo que voy es que si en cada una de las tres escenas del crimen hay una monja, algo muy extraño debe estar sucediendo en el convento San Jerónimo, que precisamente queda frente a su lugar de trabajo.
Abigaíl, asintió desviando la mirada hacia el interior de su casa, adentro, sus hijas hacían los deberes en el pequeño juego de comedor. Luego volvió a mirar al joven hombre y dijo:
— Si espera que le diga que he visto algo fuera de lo común, será mejor que deje de perder el tiempo y se suba de nuevo al auto, porque no he visto nada. ¿Por qué no pregunta en el convento? Digo, las monjas son ellas, no yo.
El policía no dijo nada. Escribió algo en su cuaderno, lo cerró de golpe y se despidió para nuevamente ingresar a su coche patrulla y largarse de allí. Era así la suerte que tenía la policía cuando se enfrentaban a un pueblo castigado por brutales asesinatos, dominados por el miedo y sin ninguna boca que hable.
Según los registros, Las Nunas tenía sólo tres pobladores con antecedentes homicidas, dos hombres y una mujer, cuyos delitos habían ocurrido en un lapso de veinte a treinta años y coincidentemente las víctimas habían sido sus respectivas parejas. La cuestión era que en la actualidad, esos exdelincuentes aunque ya habían pagado su pena en la cárcel y estaban en completa libertad, si no habían llegado ya a los sesenta años, les faltaba muy poco, lo que hacía descreer (o mejor dicho, debilitar) la vaga idea de que podrían ser alguno, a no ser que reciba ayuda de alguien más joven.
De todas maneras, se habían reservado tres coches encargados a la vigilancia de estos sujetos, por las dudas.
A las ocho de la noche, Abigaíl llegaba a las Luces, allí estaba Deborah.
Se saludaron con un amistoso beso en la mejilla.
— ¡Ay! Gracias a Dios has venido, me estaba por morir de miedo aquí sola –dijo-.
Abigaíl miró a sus alrededores y el ambiente era terrorífico, el invierno lograba un escenario vacío, apagado y desolado, era de esas noches en las que el mínimo ruido de una bolsa de plástico arrastrándose con el viento, podía ponerle los pelos de punta. También era el tipo de noche en que solía volver a casa con los bolsillos vacíos.
— ¿Qué pasó con Lorelei? –preguntó-
— No lo sé, pasé por su casa antes de venirme pero no me atendió, ¡es una miedosa!
— Miedosa no, precavida quizás. Sólo tiene veintiún años y recuerda que se llevaba muy bien con el viejo Gervasio, tal vez mañana pase por su casa para ver cómo se encuentra.
Pese al frío, ambas mujeres llevaban minifaldas de jean, botas y atrevidos escotes hacían que sus pechos se congelaran. Botas largas y camperitas de cuero desprendidas a la altura de sus senos. No había otra forma de ir a las Luces, así les gustaba a los hombres. 
Transcurrió una hora sin nadie más que ellas allí, pero por lo menos se tenían una a otra. Estaban charlando sentadas en la acera al mismo tiempo que compartían un cigarrillo, cuando un viejo Chevrolet azul dobló la esquina de Alpes.
— Es Andrés –dijo Deborah, entusiasmada-, por lo menos no me iré con las manos vacías.
Andrés era un maestro solterón a punto de jubilarse. Uno de los fieles clientes de Deborah, desde hacía cinco o seis años.  
— Te odio, suertuda –dijo Abigaíl viendo el auto acercarse-.
Deborah fumó una vez más del cigarrillo y se lo entregó a su amiga, se puso de pie y arregló su sacudido su cabello enrulado.
— No pienso volver después de esta salida. Ten suerte, cariño.
Se despidieron con un beso y al son de dos bocinazos, Debby corrió hacia el coche, alejándose más tarde de Las Luces.
Abigaíl quedó completamente sola. Y en soledad, las cosas se ponían más difíciles de soportar. Como si no lo supiera…
Su gran deseo de toda la vida, quitando, por supuesto, el de ver a sus hijas convertidas en mujeres hechas y derechas, era poder encontrar a un compañero que la ayude a salir de su trabajo en Las Luces. Había entrado al negocio apenas a los diecinueve años y ahora ya con treinta, sabía perfectamente cómo terminaría si seguía allí. Para los hombres, las trabajadoras sólo eran un cuerpo y Abigaíl era totalmente consciente que cuando el suyo se avejente, sería mucho más difícil poder ganarse la comida del siguiente día y aunque para eso faltaban unos cuántos años, era inevitable comenzar a preocuparse. Obviamente, sin estudios ni experiencia en otra cosa que no sea la prostitución, necesitaría una ayuda importante y un corazón bondadoso que la acompañara a realizar el cambio. Aún no descartaba la posibilidad de conocer a esa persona…
Cerca de medianoche, dándose cuenta de su desdicha y al momento de considerar que había pasado frío en vano, arrepintiéndose también de haber salido de su casa, intentó iniciar su vuelta a su hogar, sumida en rabia e impotencia. 
Pero al momento que comenzó su partida, logró escuchar una serie de gritos en el interior de la parroquia San Jerónimo.
Esperó unos segundos y no lo dudó, aquellos sí eran gritos, como los de una discusión. Otra vez, la curiosidad la carcomió y entonces cruzó la calle, sus botas hicieron un tamborileo en la calle húmeda. Se acercó con cautelo y la conversación se escuchó con más claridad, pero no fue hasta que pegó su oreja en la inmensa puerta de roble que pudo escuchar perfectamente lo que decían las dos mujeres que dialogaban dentro:
— ¡Basta de decir incoherencias! –Dijo una de ellas, la que tenía la voz más grave y aparentaba ser más añera que la otra- Por el amor del Señor, te exijo a que me digas quién es esta mujer.
— No lo sé –dijo la otra, con voz de muchacha-, no tengo idea qué fue lo que pasó. Cuando quise acordar, estaba aquí con mis manos sujetas a su cabello. ¿Está…? ¿Está muerta?
Hubo un momento de silencio en que nadie dijo nada, Abigaíl se imaginó que si la conversación trataba un tema severamente delicado, las miradas de las mujeres estarían clavadas a la de la mujer que hablaban.
— No, aún respira –dijo la vieja-. ¿Cómo se ha hecho ése corte en la cabeza?
— Ya le dije, madre. No lo sé, ni siquiera recuerdo cómo he llegado yo a aquí. 
Otro silencio, este fue el más duradero y espeluznante.
— Mañana viene la abadesa Albina de España. Quiere tratar con nosotros un tema urgente. Hemos sabido también que ha suspendido toda su rutina para atravesar el océano. Creo que… creo que algo está ocurriendo en este pueblo.
— Dios Santo… -espetó por última vez la muchacha- ¿Usted piensa que esto que ha pasado tiene que ver con la llegada de la gran abadesa a Salto?
— Dímelo tú. ¿Has escuchado algo o percibido alguna presencia mientras traías a esta mujer a la parroquia?
Abigaíl, aterrorizada con lo que escuchaba, sintió que la voz de la muchacha se quebraba con un sollozo que se confundía en el eco que resonaba en las paredes.
— Sí –musitó al fin-, escuchaba constantemente a alguien decir: La Primera.
Un sonido detrás de Abigaíl la hizo saltar del susto y despegar furiosamente la oreja de la puerta.
Se dio vuelta enseguida. Falsa alarma, era el bocinazo del auto de un cliente que la esperaba para salir. 

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Gracias por compartir sus impresiones y la lectura de este nuevo capítulo. Estaremos en la próxima semana publicando un nuevo adelanto de esta historia de Marcos Llemes

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